La Última Canción de un Gobierno en Llamas

La Última Canción de un Gobierno en Llamas

La insólita presentación del Presidente Milei en un recital rockero, en medio de una crisis terminal, queda grabada como el epítome de una gestión desconectada de la realidad y podría ser el episodio definitorio de su legado histórico.

En el vasto teatro de la política, ciertas figuras quedan indisolublemente ligadas a un instante crucial, un gesto que encapsula para siempre su paso por el poder. La historia reduce trayectorias complejas a una sola imagen imborrable: un voto calificado como «no positivo» o un ataúd con los colores de un partido rival. Estas escenas cristalizan una reputación de manera irreversible.

La insólita función ofrecida por el presidente Javier Milei la noche del lunes en el Movistar Arena se proyecta con fuerza para convertirse en ese episodio definitorio. La postal de un mandatario convertido en cantante de rock, entregado a su pasión amateur, parece haber sellado su percepción pública: la de un líder anacrónico, profundamente desconectado de la urgencia y la gravedad que exige el momento que vive la nación.

Este desfase lo emparenta con otros momentos de fragilidad presidencial, como la patética búsqueda de una salida fallida de un estudio de televisión por parte de un antecesor. Sin embargo, la repercusión internacional de la performance de Milei alcanzó una magnitud incomparable. La prensa global no ahorró referencias, desde comparaciones con la orquesta del Titanic hasta el evocador «Burning down the house» de los Talking Heads, pintando un cuadro de desgobino y autoinmolación política.

La situación adquiere una gravedad aún mayor al contrastarla con la realidad. Mientras el presidente cantaba para su cada vez más reducido grupo de seguidores, su ministro de Economía permanecía en Washington, librando una batalla crucial en busca de un salvavidas financiero para una economía al borde del abismo. La simultaneidad de ambos eventos plantea preguntas incómodas: ¿acaso el espectáculo contribuyó en algo a las sensibles negociaciones? ¿O se convirtió, por el contrario, en un obstáculo adicional para los enviados que buscan desesperadamente oxígeno financiero?

La respuesta del mercado no se hizo esperar, con un incremento en la percepción de riesgo y una caída en el valor de los bonos argentinos. Los inversores interpretaron el mensaje: el barco se hunde y quien está al timen parece haberse distraído por completo. Este desolador panorama se complejiza con la imposibilidad del oficialismo de capitalizar una victoria electoral y con escándalos que continúan erosionando la poca credibilidad gubernamental que resta.

De todo este turbulento período, es muy probable que la imagen del presidente con una guitarra en la mano, en lugar de las riendas del Estado, sea la que perdure. Un hombre que canta para su tribuna mientras el país arde, incapaz de distinguir entre el escenario y el despacho presidencial, y ejecutando ambas funciones con la misma ineptitud. Este fenómeno sólo es posible gracias a un entorno que, o comparte su misma desconexión, o carece del valor para confrontarlo con la cruda realidad.

Cuando un gobierno cuenta con el respaldo masivo de logros concretos, ciertas excentricidades pueden ser toleradas. Si Milei hubiera logrado sacar a millones de la pobreza, su recital sería una anécdota pintoresca. Pero la realidad es opuesta. Por ello, lo sucedido en el Arena no fue un acto de campaña ni una estrategia para consolidar su base. Fue, en esencia, la última cena de un condenado, la danza final de una gestión que parece haber elegido el espectáculo sobre la gobernanza en su hora más crítica.

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