Gimnasia y Esgrima de Mendoza, el club de estirpe refinada y glorioso pasado, recupera su sitio en la elite del fútbol argentino tras una batalla épica ante Deportivo Madryn, reavivando la leyenda de Víctor Legrotaglie y su ballet futbolístico.
La historia, a veces, se empeña en escribir sus capítulos más emotivos con finales inciertos. En una tarde cargada de dramatismo y con el eco de las viejas glorias resonando en las gradas, Gimnasia y Esgrima de Mendoza selló su ansiado retorno a la Primera División del fútbol argentino. El triunfo no llegó en los noventa minutos reglamentarios, que culminaron con un empate a un gol, sino desde el desenlace más cruel y a la vez más glorioso: la lotería de los penales. Fue allí donde el equipo mendocino demostró el temple de una institución que lleva el buen gusto y la elegancia grabados a fuego en su identidad.
La fundación del club, en 1908, estuvo marcada por el sello de la aristocracia local. Aquella alta sociedad, asentada en la provincia cuyana, forjó un carácter distintivo, un estilo refinado y un juego vistoso que moldeó la personalidad del club, distanciándolo de lo meramente popular para erigirse en un símbolo de distinción. Apodos como «El Pituco» reflejan a la perfección esa estirpe. Pero esa elegancia de salón siempre estuvo respaldada por nombres que hicieron grande al club en los campos de juego.
Sin embargo, cuando se pronuncia el nombre de Gimnasia y Esgrima, una figura emerge por encima de todas: la de Víctor Legrotaglie. El maestro, la piedra angular sobre la que se refundó la pasión del club. Con una zurda prodigiosa y una elegancia que parecía transpuesta de otra época, Legrotaglie se convirtió, con apenas 19 años, en la encarnación perfecta de ese estilo de galera y bastón. Las coplas populares lo ensalzaban sin mesura, comparándolo con las grandes figuras mundiales. Su magnetismo con el balón era tal que parecía contagiar a todo el equipo, imprimiendo un sello de calidad colectiva que quedó para la historia.
Fue en la etapa dorada de los Torneos Nacionales donde ese estilo cristalizó en una de las formaciones más recordadas: «Los Compadres». Junto a talentos como Alfredo Sosa, Alfredo Victorino Torres y Carlos Gil Aceituno, Legrotaglie dirigió una orquesta que ejecutaba un fútbol de puro toque y vistosidad. Una de sus hazañas más celebradas fue la victoria ante River Plate en 1970, un parteaguas que demostró que el equipo mendocino podía medirse de igual a igual con cualquier potencia del país.
Tras décadas de ausencia de la máxima categoría, con varios ascensos rozados de manera consecutiva, la oportunidad se presentó nuevamente en una final. El equipo dirigido por Ariel Broggi no solo cargaba con la presión del presente, sino con el peso de un legado inmenso. Cada pase, cada ataque, era un guiño a aquel ballet que una vez deslumbró en el Parque General San Martín, hoy estadio Víctor Legrotaglie.
El silbato final, que certificó el triunfo en la tanda de penales, no solo marca un ascenso deportivo. Simboliza el reencuentro de un club con su esencia más pura, con aquellos años de gloria que parecían dormidos en el álbum de los recuerdos. Es el regreso de la galera y el bastón, la resurrección de un estilo que promete, una vez más, hacer sonar en la elite el inconfundible: «Y toque, y toque, Lobo, toque». La historia, al fin, ha vuelto a casa.