En un contexto de ingresos en picada y tarifas desbocadas, el endeudamiento se ha convertido en la única tabla de flotación para las familias. Testimonios crudos y datos alarmantes revelan una economía doméstica al borde del colapso, donde la tarjeta de crédito ya no financia lujos, sino la comida y la luz.
La economía argentina dibuja un paisaje desolador en los hogares, donde la hazaña de llegar a fin de mes se ha transformado en una misión imposible. Para sortear el abismo, el crédito funciona como un puente frágil, permitiendo mantener niveles de consumo mínimos en medio de un ajuste severo. Este escenario, marcado por recortes drásticos, sobreocupación laboral y desempleo, define la cotidianidad de millones de personas que deben ingeniárselas para subsistir.
Las cifras oficiales del Banco Central pintan un cuadro elocuente: uno de cada tres argentinos con ingresos mantiene deudas con el sistema financiero, lo que equivale a aproximadamente 11,3 millones de personas atrapadas en este drama. El monto promedio de esas obligaciones asciende a 3,7 millones de pesos, según cálculos del Instituto Argentina Grande (IAG). Para dimensionar la magnitud del problema, cancelar ese pasivo demandaría el equivalente a tres salarios del sector privado registrado, la porción mejor paga de la economía, evidenciando lo lejos que está esa realidad de los bolsillos de la mayoría. La institución precisó que la mitad de los deudores cargan con obligaciones que oscilan entre 750.000 y el millón de pesos.
“La deuda de la tarjeta se transformó en una bola de nieve imposible de frenar”, relata Lucía, una vecina de Mercedes, refiriéndose a ese pago mensual que devora la mayor parte de sus entradas. El caso de Ana, oriunda de Lobos, resulta aún más agobiante. Esta docente, con un sueldo de 1,4 millones de pesos por trabajar doble turno, se vio forzada a refinanciar una deuda de un millón de pesos. “Entré en un plan de pagos con el banco porque el total de la tarjeta no bajaba nunca. Tendré que achicar más los gastos, pero la tasa de interés que me cobran supera el 100 por ciento”, confiesa con desaliento.
Este mecanismo de financiación se ha tornado un «mal necesario» en una coyuntura particularmente adversa para los salarios y el empleo. Un reciente informe de CP Consultora alerta que, en agosto, los salarios de convenio del sector privado volvieron a caer en términos reales, profundizando el deterioro del poder adquisitivo. Los analistas subrayaron que, a diferencia del año anterior, la desaceleración inflacionaria actual no ha sido suficiente para recuperar los niveles previos. En el frente laboral, la situación no es más alentadora: los índices se asemejan a los peores momentos de la crisis de 2024, con un marcado empeoramiento en la calidad del empleo, caracterizado por un aumento de la informalidad, la subocupación y el trabajo por cuenta propia.
En este contexto, el uso del plástico ha mutado radicalmente. “La tarjeta de crédito la uso para pagar los impuestos y la comida, no para darme gustos: eso ya quedó atrás”, asegura Gilda, de Campana. Su estrategia ahora se basa en especular con las fechas de cierre y realizar todas sus compras en mayoristas para estirar un poco más el dinero. Esta nueva realidad queda reflejada en un estudio del Centro RA de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA, que detectó un incremento en el uso de tarjetas de crédito en supermercados, pasando del 39% al 46% del total de las compras entre fines de 2023 y mediados de 2025.
El colapso tarifario es otro de los factores que ahoga las finanzas personales. “Los servicios aumentaron muchísimo y ahora los pago con la tarjeta. Lo que más me desajustó el presupuesto fue la luz y el transporte”, agrega Gilda. Según el Observatorio de Tarifas y Subsidios del IIEP (UBA-Conicet), la canasta de servicios públicos del Área Metropolitana de Buenos Aires se encareció tres veces más que la inflación desde el inicio del gobierno de Javier Milei, con alzas del 526% y 164% respectivamente. Hoy, estos servicios representan el 11,1% del salario promedio registrado en el sector privado.
Lucía, también de la provincia de Buenos Aires, resume la desesperación: “Es un desastre. Trato de no usar la tarjeta para la comida porque ya tengo una deuda grande, pero últimamente no me queda otra. Organizamos mejor las compras, vamos los días de descuento, pero es solo para estirar un poco. Recortamos muchos gastos y aun así no alcanza”.
Los adultos mayores no son ajenos a esta odisea. Aunque la inflación indexa mensualmente sus haberes, la jubilación mínima cayó un 0,6% en términos reales en agosto, acelerando la licuación de un bono que permanece congelado. “No me endeudo, pero me estoy comiendo los ahorros, en especial por los servicios, cuyo aumento fue brutal”, relata Lucrecia, de Los Cardales, quien ahora debe aportar un plus para su medicina prepaga y afrontar el costo de medicamentos que antes eran gratuitos.
Lía, otra jubilada, describe una vida de restricciones extremas: miden la compra de alimentos al detalle, limitan la adquisición de ropa y el uso del auto, e incluso moderan la velocidad al conducir para ahorrar combustible. “Son menos los médicos que te atienden por obra social”, lamenta. Lejos de un retiro tranquilo después de décadas de trabajo, los jubilados se ven obligados a hacer malabares con sus exiguos ingresos, buscando cómo subsistir en una economía que no les da paz.