Luego de que una epopeya científica bajo el mar capturara el corazón colectivo, la comunidad académica enfrenta un vaciamiento sin precedentes. La paradoja de un amor efímero en redes y una resistencia social casi nula revela las grietas de un sistema que consume símbolos mientras ignora su fragilidad estructural.
Ciencia, Emoción y Olvido: La Paradoja Argentina de 2025
Hace apenas unos meses, la ciencia argentina vivió un momento de gloria inédito. La transmisión en vivo de la expedición Underwater Oases of Mar del Plata Canyon, liderada por biólogos del CONICET en colaboración con el Schmidt Ocean Institute, convocó a cientos de miles de espectadores frente a sus pantallas. Durante días, las imágenes de ecosistemas submarinos desconocidos, narradas con carisma por investigadores como Nadia “Coralina” Cerino, transformaron la labor científica en un fenómeno de masas. El streaming se instaló como el contenido más visto en YouTube a nivel local, la estrella culona se multiplicó en remeras y banderas, y el CONICET se erigió, brevemente, en un símbolo de orgullo nacional.
Esa epopeya colectiva generó una conexión emocional intensa con el sistema científico. En medio de un contexto social complejo, muchos interpretaron aquel fervor como el despertar de una conciencia capaz de defender la investigación pública frente a políticas hostiles. Sin embargo, ese impulso se reveló fugaz. En las últimas semanas, ante el desmantelamiento progresivo y deliberado del entramado científico, la reacción social ha sido de una pasmosa quietud. La paradoja es desconcertante: ¿cómo es posible que un país se enamore de su ciencia y, meses después, asista impasible a su desarticulación?
La respuesta parece anidar en la naturaleza misma de aquel entusiasmo. La sociedad celebró la ciencia como un producto cultural, un objeto de consumo afectivo, pero sin trasladar ese fervor hacia la comprensión de su arquitectura material. Mientras el submarino descendía a las profundidades, pocos reparaban en que cada hallazgo era posible gracias a décadas de inversión estatal, formación pública, laboratorios, becas y proyectos sostenidos. El producto fascinó; el proceso permaneció invisible.
Esta semana, el gobierno nacional concretó un golpe severo al cancelar las convocatorias públicas de investigación que sostenían el sistema. La Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación anuló las líneas PICT, incluso aquellas ya adjudicadas, y clausuró definitivamente las correspondientes a 2023. Con esta decisión, Argentina se encamina a ser el único país de América Latina sin inversión en ciencia básica y pública a partir de 2026. En su reemplazo, se impulsará un programa de financiamiento restringido a rubros como salud, agroindustria, energía y minería, excluyendo de manera explícita a las humanidades, las ciencias sociales y la investigación fundamental.
La medida se suma a un conjunto de acciones que configuran un escenario crítico: desde comienzos de año se bloquearon nuevos ingresos al CONICET, se paralizaron concursos y nombramientos, y se congelaron becas. Distintas instituciones, desde la Red de Autoridades de Institutos de Ciencia y Tecnología hasta la Universidad Nacional de Mar del Plata, han alertado sobre el “golpe de gravedad inédito” que significa el ajuste, que implica la interrupción de proyectos consolidados, la disolución de equipos de trabajo y la amenaza a generaciones enteras de investigadores. Sandra Torlucci, vicepresidenta de la comisión de ciencia del Consejo Interuniversitario Nacional, lo definió sin ambages: estamos frente a un “cientificidio”.
Ante esta situación, la comunidad científica anunció un plan de lucha con movilizaciones en varias ciudades. No obstante, la resonancia pública de estas advertencias ha sido escasa. El ataque al sistema científico se suma a una larga lista de sectores dañados casi sin consecuencias sociales visibles. La indiferencia predominante parece alimentada por dinámicas profundas de nuestra época.
Por un lado, opera una fetichización de la ciencia como espectáculo. Las redes sociales permitieron una identificación emotiva con la hazaña, pero no con la estructura que la hace posible. Ese vacío facilitó la instalación de un discurso que despolitiza la investigación, la reduce a un gasto prescindible y presenta a los científicos como una “casta” alejada de las urgencias cotidianas. La ciencia queda así desvinculada de su condición de derecho colectivo y proyecto estratégico.
Por otro lado, el capitalismo digital moldea una subjetividad fragmentada, donde la experiencia comunitaria se disuelve en burbujas individuales. La sobreinformación, el ritmo acelerado del scroll y la saturación de estímulos anulan la posibilidad de acumular indignación. Cada noticia compite con miles, y el escándalo dura apenas horas. En este ecosistema, la destrucción de un sistema complejo como el científico no logra interpelar como una causa tangible; queda reducida a una alerta más en un flujo inagotable de urgencias.
A esto se suma la lógica del “activismo de interfaz”: la ilusión de que un like, un comentario indignado o un retuit constituyen una forma de resistencia. Estos gestos mínimos, aunque emocionalmente satisfactorios, suelen neutralizar la bronca como motor de organización política sostenida. Mientras, el peso de la crisis económica, la inflación y la lucha por la supervivencia diaria devoran cualquier energía residual para causas percibidas como lejanas.
El resultado es un silencio elocuente. Lo que en su momento fue aclamado como un símbolo de identidad nacional hoy se desmantela sin que aquel amor simbólico se traduzca en defensa concreta. La paradoja argentina de 2025 queda así delineada: somos capaces de emocionarnos con la belleza de un descubrimiento, pero incapaces de reconocer el andamiaje que lo hace posible. Celebramos el destello, pero olvidamos la lámpara. Y en ese olvido, permitimos que se apague.
